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¿Soñar no cuesta nada ?



Hace poco tuve una experiencia con un grupo de participantes a una mesa de conversación, que me dejó pasmada.
Se trataba de hablar de sueños, de si es posible o no interpretarlos y si acaso querríamos hacerlo.
Los participantes eran todos europeos, mayores de cuarenta años, varias mujeres y un hombre.
Como punto de arranque para la conversación, propuse un texto y un video de una autora chilena que, a partir de la teoría de una estadounidense –a quien hace referencia expresa- ha creado un método para interpretar sueños.[1]
A principio les pedí que explicaran qué era para ellos un sueño y en las definiciones se mezclaron algunas experiencias personales, tales como la de una mujer que afirmó haber tenido sueños premonitorios.
Luego vimos el video y empezó el debate.
Quizás porque la autora era americana –y no europea-, quizás porque consideraron literalmente una frase que debía leerse en segundo grado, a saber “me lo dijo un sueño”, los participantes examinaron con una desconfianza cercana al escepticismo más absoluto la posibilidad de interpretar los sueños.
Con leves diferencias en la manera de expresarlo, todos –aun la que había hablado de sueños premonitorios- estuvieron de acuerdo en que los sueños solo cumplían una función fisiológica y/o de procesamiento de la información de la vigilia y que, por lo tanto, interpretarlos no solo era inútil sino que incluso podía ser peligroso.
Es curioso observar que sus conclusiones coinciden con lo que dice Freud que pensaban los científicos de su época.
A finales del siglo XIX la minoría científica creía ciegamente en el progreso constante gracias a la razón humana que lograría vencer todos los obstáculos que se le presentaran. Mediante la razón, el hombre crearía técnicas y tecnologías capaces de franquear todas las barreras, incluso la de la muerte. Por eso, esos fenómenos inconscientes que sucedían sin ningún control a horas en que todo el mundo debería descansar para ser productivo al día siguiente, los tenían sin cuidado. No tenían más que una función fisiológica que no valía la pena estudiar.
A principios del siglo XXI, al cabo de más de cien años, es la inmensa mayoría de la sociedad occidental quien piensa así. Vivimos sumergidos en las nuevas tecnologías con una confianza ciega en que serán ellas las que nos salvarán, justo antes de que llegue el fin.
Esa minoría que se oponía a todo lo que no fuera explicable racionalmente triunfó. Un siglo más tarde son mayoría. Y, como los participantes de la mesa de conversación, han desterrado los sueños y la capacidad imaginativa de sus vidas.
Han querido –ellos, yo no- transformarse en máquinas para no perder un nanosegundo en ilusiones y crear un mundo totalmente racional. Así estamos.  






[1] Se trata de Edna Wend-Erdel y Gayle Delaney.

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