Cuando era nómada y andaba el día entero de acá para allá, todo cuanto necesitaba para mi subsistencia y mi trabajo cabía en mi mochila. Por las noches, antes de acostarme, hacía un inventario para asegurarme de que no me olvidaba nada de lo que habría de usar al día siguiente, a saber:
- Libros, en general más de uno, uno o dos para dar clase y un tercero para leer en los ratos libres
- Fotocopias, a menudo conseguidas de contrabando en las escuelas que sí nos dejaban hacerlas sin cobrarnos o recuperadas de las múltiples pilas que se amontonan sobre mi escritorio, aunque alguna vez pagadas a precio de oro en una librería del barrio europeo
- Papel borrador y/o cuaderno para tomar nota de lo sucedido en las clases y también de cualquier idea que se me ocurriera andando por la calle
- Mi agenda, mi bien más preciado, absolutamente indispensable
- Varias lapiceras, de preferencia de punta fina
- Varios marcadores para escribir en el pizarrón
- Un mapa plegable
- Mi billetera, con las tarjetas del metro, del banco, de algunas tiendas, etc.
- Un poco de dinero en algún bolsillo
- Un monedero con monedas
- Mi teléfono
- Mis llaves
- Mi cantimplora para llenarla en alguno de los bebederos de la Comisión, el Parlamento o la universidad
- Los dos o tres badges necesarios para acceder a los distintos edificios
- Un sandwich hecho en casa los días en que no me daba tiempo para pasar a comprarlo en la cafetería o un supermercado
- Pañuelos de papel o, en su defecto, servilletas recuperadas de los más diversos establecimientos
- Mi peine
- Alguna vez, previendo cambios bruscos de temperatura por exceso de aire acondicionado o falta de calefacción, otro pulóver o bufanda o par de medias
En general eso era todo, aunque de tarde en tarde se agregaban las pilas de exámenes, dados o un mazo de cartas para jugar, alguna película en DVD y, ya volviendo a casa, una vez al final del semestre, un ramo de flores, regalo de los estudiantes.
Hace unos meses, un cambio de estatuto profesional aligeró mi mochila y mudó de barrio mi nomadismo. A partir de entonces se trató de trasladar cajas, carpetas y todo tipo de útiles escolares caminando de un edificio a otro a lo largo del canal. Pero el trayecto de casa al trabajo se hizo menos pesado, literalmente hablando, ya que podía dejar mucho del material en un armario en lugar de acarrearlo en bolsos o mochilas de aquí para allá.
Cuando era nómade, mis pies se habían aprendido los trayectos de memoria y me llevaban a los distintos puntos con la mayor naturalidad del mundo, como si tuviera puestas zapatillas rojas o botas de siete leguas que conocieran los caminos mejor que yo.
Lo que menos me gustaba de mi condición de nómade era el cansancio que se acumulaba en el cuerpo por el peso y la marcha y el trabajo sin fin. Lo que más apreciaba, en cambio, eran esas pequeñas pausas para tomarme un café y mirar por la ventana dejando que fluyera el pensamiento sin querer detenerlo. Y una o dos veces por semana, las heteróclitas confabulaciones con los otros profesores a las once de la mañana.
Pero « todo concluye al fin, nada puede escapar », como cantaba Vox Dei, incluso « aquello que una vez pensaba que nunca acabaría, nunca acabaría, pero sin embargo terminó ». Y un buen día, hace ya seis semanas, dejamos súbitamente de ser nómades para recogernos cada uno en nuestras humildes moradas desde donde vemos transcurrir el mundo por las estrechas ventanas de la computadora o la televisión. Alguna vez salimos a dar una vuelta, desprovistos, eso sí, de mochila, cargando a lo sumo las llaves y el teléfono.
La era del nomadismo, que implicaba movimiento constante, autonomía a cualquier precio (léase al pie de la letra) y cargar eternamente nuestras cruces y badges a cuestas, ha llegado a su fin. Sea lo que sea que traiga este nuevo tiempo, al parecer estaremos sentados, quietos, y los complots y otros contubernios se tramarán por pantallas interpuestas y observados quizás por algunos pares de ojos indiscretos.
Desde mi mochila, repantingada en una silla a mi lado, mi cantimplora me mira preguntándose cuándo llegará la hora de sentir el agua una vez más fluir por su cuerpo y de salir a andar esas veredas, bosques y playas que ahora descansan de nosotros. No sé qué responderle.
Bien, me gusta como expresa la situación sin nombrar con nombres propios. Por como escribe ha sido muy fácil de ver y de fijar en mi mente. Y una cualidad que admiro es un texto corto y completo.
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