“A los chicos hay que decirles siempre la verdad” ¿Se acuerdan de aquella frase que era vox populi
en los años ’70 y que remedaban tan bien Les Luthiers en Consejos para padres? “A
los chicos hay que decirles siempre la verdad”. Los expertos lo decían en los
programas de televisión y en artículos sobre cómo educar a los hijos. Lo
repetían los adultos en las conversaciones de sobremesa, las madres jóvenes por
teléfono, nueras y suegras mientras lavaban platos después del almuerzo del
domingo.
Y, sin embargo, -haz
lo que yo digo y no lo que yo hago- a
menudo todo se quedaba en palabras huecas y nadie se preguntaba realmente por
qué había que decirles la verdad a los niños. Hasta el día de hoy, ¿sabe
alguien por qué hay que decirles la verdad a los niños? La razón que está
detrás de esa afirmación la hemos heredado de la iglesia católica y es casi
siempre que la verdad es un valor en sí mismo, la verdad opuesta a la mentira,
sustentada en el octavo mandamiento aprendido en el catecismo. Pero ¿es ése el
motivo por el cual hay que decirles la verdad a los niños?
Hasta mediados de
los años ’60 era normal mentirles a los niños. Al fin y al cabo, eran seres
imperfectos e incompletos, incapaces de entender nada de lo que pasaba a su
alrededor. Se consideraba la infancia algo así como un estadio previo a la vida
verdadera, en la que se debía hacer frente a la realidad. Antes de ser adultos,
los seres humanos vivían en una especie de paraíso intemporal, un mundo aparte
cuya inocencia había que preservar mediante distintos recursos, el más habitual
de los cuales era la mentira.
Claro que hay
mentira y mentira, me dirán ustedes. Y yo les diré “tienen razón”.
¿Es mentirles a
los niños contarles que los Reyes Magos vienen del desierto a traerles regalos?
Cualquier adulto sabe que eso no es así. Si a los chicos hay que decirles
siempre la verdad, deberíamos concluir que, como eso es mentira, no hay que
decírselo. Y, sin embargo, ...
La “mentira” de
la ficción no es mentira en realidad, sino la puerta de entrada a la dimensión
paralela de la imaginación, que nos abre infinitos caminos de exploración. Ese
tipo de “mentira” no solo no es malo sino deseable. Es entregarle a un niño la
llave de su propia fantasía para descubrir y ampliar su mundo interior.
¿Y entonces? ¿Por
qué hay que decirles siempre la verdad a los chicos? ¿De qué verdad estamos
hablando?
Fundamentalmente,
de la verdad encarnada. Quiero decir, la verdad del cuerpo, la que está
inscrita en cada una de nuestras células.
Hasta hace muy
poco se suponía que los niños no entendían nada y, por consiguiente, no sentían
nada. Era muy corriente, por ejemplo, que la única persona del pueblo que no
estuviera al corriente de que era adoptada, es decir, que sus padres no eran
sus padres biológicos, fuera la interesada. La persona crecía con sensaciones
que no correspondían a lo que le decían, probablemente se sintiera afectada
pero rara vez lo cuestionaba, y vivía una vida limitada en la que nunca llegaba
a entender quién era, puesto que nadie nombraba lo que le pasaba con palabras
claras que realmente correspondieran a sus sensaciones.
Cada una de las
células del cuerpo del niño adoptado sabe, por haberlo vivido, de dónde viene,
dentro de qué vientre fue gestado, qué voces oyó, de qué líquido amniótico se
nutrió. Reconoce olores, maneras de tocar, manos y pieles. Si mi cuerpo sabe
que esta señora que me trata tan bien no es realidad la misma que me cargó en
su útero, pero ella insiste en que sí, que es ella, yo le voy a creer porque es
mi mamá y le tengo una confianza ciega. Es decir, mi mente le va a creer, pero
mi cuerpo no va a entender nada. Porque lo que me está diciendo no se corresponde
con lo que yo siento. Pero si esta asociación madre=esta señora, insiste y
persiste, mi mente al final terminará por aceptarlo y creará una primera
asociación de base entre una sensación y un significado, que no estará encarnado.
Mi cuerpo sabe que ésta no es mi madre biológica pero mi mente afirma que sí.
Yo termino por aceptarlo pero me siento desdoblado. No siento lo que digo.
Y como de esta
primera asociación se derivarán todas las otras, construyendo con ellas el
sistema de todo lo que yo sé y me sirve para manejarme en el mundo, es muy
probable que esto provoque una distorsión cognitiva.
Recapitulemos. La
primera experiencia de un ser vivo es su contacto con el entorno. El recién
nacido siente su entorno y alguien -los padres, la familia- lo nombra por él.
Le dice, por ejemplo, ésta es tu mamá. Si el nombre que les ponen los otros a
las cosas no corresponde a lo que el bebé siente, crecerá con la convicción de
que sus sentidos lo engañan y que él no entiende nada. Que son los otros los
que saben nombrar y no él. Por otra parte, si el concepto tan esencial de madre
no está encarnado, no se encarnará ningún otro. Si madre no es madre, tampoco
padre será padre, ni casa, casa, ni ninguna otra cosa se llamará como dicen que
se llama, creando una enorme confusión en la persona que lo vive.
Por eso es que a
los chicos hay que decirles siempre la verdad. No por una mera cuestión de
moralidad, sino porque si el verbo está desencarnado, el ser vivo lo siente y
no puede construir nada. No puede arraigarse en ningún lado.
Cuando se dice
que no hay que mentirles a los niños, no significa que haya que contarles
absolutamente todo lo que te pasa o has hecho. No se trata de hacerles
confidencias sobre hechos turbios de tu pasado.
Lo que cuenta es
nombrar lo que está encarnado, lo que el cuerpo sabe, la memoria del cuerpo:
ésta es tu madre, éste es tu padre, éstas son las circunstancias de tu
nacimiento. Solo así un ser humano sabe nombrar lo que siente y es capaz de
echar raíces y construir una vida propia haciendo florecer todos sus talentos.
Por eso, a los
chicos hay que decirles siempre la verdad. Siempre.
Excelente! Permiso para compartir. Muchas gracias!
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