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Facebook me ha castigado



Facebook me ha castigado. Como la maestra que deja a los alumnos sin recreo, o la madre, al hijo sin postre, Facebook me ha dejado sin posibilidad de publicar, dice. ¿Quién dice?

Facebook, el libro de las caras que no tiene cara, apenas un algoritmo sin cejas o narices que se frunzan, se ha arrogado el derecho que normalmente tiene la gente a la que, por cariño o respeto, le otorgamos autoridad sobre nosotros, y me ha enviado un mensaje para informarme que, por haber infringido sus reglas, tengo prohibido publicar durante tres días.

La diferencia es que, si fuera la maestra o cualquier otra persona, yo podría, si quisiera, hablar con ella para intentar convencerla de lo injusto del castigo. Es bastante probable que no lo lograra, pero existiría la posibilidad.

Facebook, en cambio, carece de personalidad o rasgos y, por ello, es imposible dialogar con él. Como un rey absolutista al que los súbditos no tienen acceso, se atribuye el privilegio de decidir qué es bueno y qué no lo es para “el pueblo”, o lo que viene a ser lo mismo en la actualidad, los usuarios de su plataforma.

Cabe señalar que el rey, de todas maneras, por arbitrarias que nos parecieran sus sanciones, seguiría siendo una persona de carne y hueso a la que de vez en cuando se le cruzarían los cables y por eso tomaría decisiones absurdas.

Facebook, por el contrario, no es una persona, y es esto lo que importa entender. No es una persona y, sin embargo, se otorga a sí mismo -a no ser que hayamos sido nosotros quienes se lo hayamos otorgado- la misma autoridad moral que el hecho de haber nacido seres humanos en este mundo nos concede. Y así, en nombre de una pseudo decencia, más propia de la era victoriana que de nuestro siglo veintiuno, me castiga por haber publicado un desnudo.

La historia de la foto es que iba yo por la calle lo más campante cuando me sale al encuentro una partida de ciclistas, todos desnudos de la cabeza a los pies para protestar por la falta de seguridad en las rutas. Y uno de ellos se me pone delante, posando abiertamente, con todo el aparato al descubierto, para que le haga un retrato de cuerpo entero. Ni lerda ni perezosa lo hice. Y me pareció tan divertido que quise compartirlo en esa bolsa de gatos donde todo cabe que llamamos “el libro de caras”.

Pues parece que caras sí, pero otras superficies desnudas no. Esponja del qué dirán y de todos los prejuicios que andan por ahí sueltos, Facebook permite los bulos, las nunca bien ponderadas “fake news” y todo tipo de engaños para ganar elecciones pseudo democráticas, escenas de violencia atroz y hasta reclutamiento de terroristas, pero se ruboriza u ofende como una casta doncella si aparece en su página un ser humano desnudo, aún en una obra de arte o, como en este caso, si el propio interesado aprueba mostrar su físico en público.

¿Qué nos pasa? Estamos dejando que una fórmula matemática, alimentada por los prejuicios de la parte menos sensible y culta de la población, decida por nosotros. Nos avergonzamos de la desnudez, pero no nos importa la muerte ajena o lejana. Nos es indiferente que nos engañen, nos espíen o nos roben los datos y la intimidad. Ya he oído decir a más de uno que no tiene nada que ocultar, así que ¡adelante! Métanse en nuestras casas y vigilen todos nuestros movimientos. Eso sí, en nombre de la libertad y la democracia.

Porque, al fin y al cabo, que nos mientan, nos estafen, nos inciten al odio, nos acosen hasta llevarnos al suicidio y sepan todo lo que hacemos a toda hora, no es nada si se lo compara con el delito más grave que un hombre puede cometer: andar en bolas por ahí.




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