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Diario del corona virus



Dentro de algunos años, si todavía estamos vivos, alguien nos preguntará que qué fue eso del corona virus y entonces vendrá a nuestra mente una confusa mezcla de imágenes de las cuales tal vez sobresalga una anécdota, o una cara, pero difícilmente sabremos reconstruir la sucesión de los hechos a medida que los estábamos viviendo. Por eso, se me ocurre que podría ser una buena idea escribir un diario. 

Acá va un primer intento. 

Jueves 12 de marzo 

Hace varios días que vivimos sumergidos en una masa constante de información de todo tipo sobre el virus. Aunque quieras, no puedes permanecer indiferente. En la clase, los alumnos están cansados y distraídos. A media mañana le llega un mensaje a un alumno libio, de parte de la escuela de su hija : hay un caso de corona virus en la escuela pero no van a cerrarla ni suprimir las clases. Soy yo quien lee el mensaje a pedido del propio O. quien, como sus compañeros, está aquí para aprender francés en el primer nivel y no sabe leerlo.
Después de la noticia, están todos más dispersos que antes. Terminamos, como siempre, a la una, y yo acomodo el material en el armario del aula de al lado (en la mía no hay armario), salgo de la Maison de Quartier y camino bordeando el canal hasta la sede del Sampa (Service d’accompagnement des primo-arrivants), en la calle Comte de Flandre.
Busco a H., la secretaria mujer orquesta que todo soluciona, y le cuento lo que ha pasado. Hace dos días tuve que mandar a su casa a una venezolana con fiebre, tos y dolor de garganta, y también sentí la necesidad de venir a contárselo a ella. 
Alrededor de las 16h30 salgo de la oficina y vuelvo a casa. 
Más tarde, cuando estamos cenando, llega un mensaje de S., el mismo que le ha enviado a ella H., para decir que no hay clase al día siguiente y que les avisemos, por favor, a los alumnos. Al día siguiente hay que ir a la oficina para recibir instrucciones.
Y es que por fin el gobierno ha decidido tomar el toro por las astas y ha anunciado algunas medidas que entrarán en vigor el viernes a medianoche. Se anulan todas las actividades recreativas, deportivas, culturales, folklóricas públicas y privadas. (Adiós a la coral de los martes y a los conciertos para los que teníamos entrada en La Monnaie.) Se cierran cafés, bares y discotecas (Por ahora no nos reuniremos con A. entonces, no en un bar en todo caso. Menos mal que vi a quienes quería ver antes que se desatara la crisis.) Los supermercados y las farmacias siguen abiertas. Las clases se suspenden.

Viernes 13 de marzo 

Llego a la oficina del Sampa alrededor de las 9. He venido a pie, como me gusta hacerlo, cruzando el puente sobre el canal y siguiendo todo derecho por la avenida de cuyo nombre nunca me acuerdo pero que es aquella en la que se encuentra Tour & Taxi.
En los pasillos, esperando, ya hay algunas colegas. Creo recordar que estaban K., C. y N. hablando con H. para saber qué se había resuelto. 
Pero el suspenso se prolongaría hasta las 12 en que, en ausencia de la jefa, A., cuyo cargo desconozco pero que viene a ser algo así como un subjefe, nos reunió a todos en el aula en la que habitualmente da clase C. y nos comunicó que se había decidido suspender las clases hasta el 3 de abril, cosa que ya sabíamos, y que a partir del lunes todo el mundo haría teletrabajo.
En qué consistiría el teletrabajo aún estaba por verse, pero A. nos dijo que la coordinadora pedagógica nos lo explicaría. Le pregunté a K., a quien me señalaron como tal, qué íbamos a hacer, a lo que me respondió que ella no era la coordinadora pedagógica, que en realidad no había nadie que ocupara ese cargo. 
El resto de la jornada transcurrió en un intercambio poco productivo acerca de las consecuencias del corona virus, las medidas, las probabilidades de contagio, los miedos sobre lo que iba a pasar y algunas anécdotas más o menos divertidas sobre novios, hijos, estudiantes y afines. La señora de la limpieza insistía en que la OMS había dicho que había que guardar una distancia de al menos metro y medio, de modo que cada vez que nos cruzábamos por el pasillo nos hacíamos señas de guardar distancia medio en broma, medio en serio. 
Alrededor de las cuatro volví a casa. Simultáneamente a la aparición del corona, han empezado a hacer obras en mi calle, obras que han hecho de mi vereda una batalla campal de huecos, planchas metálicas para cubrirlos, o no, barro, basura barrida por el viento, vallas que cambian cada día de sitio y una o dos grúas que amenazan con atacarnos cuando salimos por el portón negro. Todo suma a la sensación de estar viviendo en una especie de guerra.
A las seis de la tarde, tengo cita con una paciente que viene por primera vez. Le he explicado por teléfono las maniobras que tendrá que hacer para acceder al edificio. Extrañamente lo logra sin mayores dificultades.

Sábado 14 de marzo

Como el Instituto Cervantes también está cerrado a causa del corona, hemos decidido hacer nuestro taller de escritura cada uno desde casa comunicándonos mediante una aplicación que propuso R., una de las participantes. Pasamos la mañana en eso. Algunos no se han podido conectar por falta de micrófono, por no tener el código o por haberse quedado dormidos. Pero de cualquier modo somos ocho o nueve cuadraditos en la pantalla, a través de la cual me llegan los enérgicos golpes de algunos bolígrafos contra los cuadernos, el agua que corre en algún baño, los ladridos del perro de V. Y a la hora de compartir lo escrito, las voces lejanas de cada uno en su casa escuchándonos con un esfuerzo distinto.
Quedamos satisfechos con la experiencia y acordamos repetirla el próximo sábado. Me pregunto si el Cervantes va a estar de acuerdo en pagarme estas sesiones, que ya les han sido abonadas por los participantes pero que no doy en el instituto.
El resto del sábado transcurre en casa tranquilos los tres, Jonathan, Oliver y yo, cada uno metido en su mundo, saliendo de su ostra de vez en cuando para compartir las noticias de las que nos hemos ido enterando.

Domingo 15 de marzo

Todo el día en casa los tres. Oliver en su cuarto creando alguna cosa en su computadora. Jonathan leyendo, viendo videos o estudiando ruso en la suya. Yo, escribiendo.
Hablé con Lorenzo que iba a lo de J. Le aconsejé que no le diera un beso, a lo que me respondió irónico si no me acordaba del trauma que yo le había causado a J. el día que vino a casa y se me ocurrió saludarlo con un beso. Nos reímos. No vendrá a casa por ahora. Teme transmitirnos el virus a los mayores. Yo le tomo el pelo.

En contraste con la apacibilidad del espacio real que me rodea, el espacio virtual pulula de mensajes de todo tipo acerca del corona virus. Entran a mi teléfono, a ritmo mucho más acelerado que de costumbre, mensajes de familiares, amigos o alumnos, que van desde la paranoia más absoluta hasta la teoría de complot más sofisticada, pasando por consejos y chistes de lo más diversos.

A las cuatro hablo con mi papá, que está solo en el campo de Tornquist. Se lo ve bien pero necesitado de conversar. Allá hace buen tiempo, veinte grados, y no ha llovido en muchos días. Ojalá acá pudiéramos decir lo mismo.

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